Un día, un gran pájaro de blanquísimas alas llegó navegando por el río; de él bajaron hombres barbudos cubiertos por metales relucientes que parecían dueños del rayo transformándose por momentos en monstruos de cuatro patas y dos cabezas que atropellaban todo lo que encontraban en su camino.
La tribu de Anahí decidió defender la tierra nativa superando el terror que los embargaba ante aquellos monstruos desconocidos que más que hombres parecían creación del mismo Añangá.
Pelearon días y días, semanas enteras. Pero iban siendo echados poco a poco de sus bosques, de sus ríos, de sus sierras. Anahí, pese a su juventud luchaba como los más valientes. Su voz ya no cantaba más, gritaba la venganza y la guerra y animaba a los hombres y mujeres de la tribu. Pero un día aciago cayó prisionera.
Llevada al campamento español, logró en la noche zafar sus ligaduras y golpeando malamente a un centinela ganó nuevamente el bosque, con tan poco fortuna que volvió a caer en manos de sus captores.
El soldado herido por Anahí murió. Sospechada de bruja, porque nadie podía admitir que con aquel cuerpo esmirriado y con su juventud pudiera haber dado muerte de un golpe al soldado, fue condenada a morir en la hoguera.
Atada al palo de la ejecución y prendido el fuego de los leños, las llamas comenzaron a abrazarla. Pero Anahí, en medio de las llamas, en vez de gemir comenzó a cantar una canción en la que pedía a Tupá por su tierra, por su tribu, por sus bosques, por sus ríos.
Su voz se elevó al cielo, y al nacer el día, el cuerpo de Anahí se había convertido en un robusto tronco de un árbol hermoso del que pendían racimos de
rojas flores.
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